sábado, 15 de septiembre de 2007

EL RESCATE


Hay momentos en los que una mujer
ha de tomar una decisión.
Irremisiblemente.
La paz, la montaña y la colaboración
inestimable de un buen cuerpo de policía
son una gran ayuda.



I

Cerró los ojos y respiró profundo, cuando el azar le marcó el momento, su dedo cayó sobre el mapa, el dígito señaló un punto entre relieves accidentados. Parecía un lugar apartado, cercado por montañas, al que sólo se accedía por carreteras comarcales. Paz, debía ser un lugar con mucha tranquilidad acumulada. Había hecho un trato con el destino: donde su dedo se posara, allí iría. Así pues, dos semanas más tarde, se encontró bajando de un autobús de línea y mareada como una sopa. Cogió su maleta del portaequipajes, en la que había metido a presión todo lo que creía necesario para pasar cuatro días alejada de todo lo que le era habitual, y su bolso, bolso de los que brújula y linterna se convierten en utensilios indispensables para encontrar algo dentro de él. Estuvo a punto de dejarse conscientemente el DNI en Madrid intentando olvidar su identidad y vivir durante unos días otra existencia totalmente diferente. Se dirigió, sin tambalearse demasiado, hacia un lugareño y le preguntó dónde se encontraba la posada “El Cau”. El abuelo se quitó el palillo de la boca, ladeó su boina y se la quedó mirando unos segundos de arriba a bajo. Con un cerrado acento catalán, habló por fin. Sólo tenía que pasar dos casas a la izquierda y, debajo de unos soportales, la encontraría. Tras contestarle, volvió a colocar la boina y el palillo en sus correspondientes sitios de origen. Le dio las gracias, y se dirigió despacio a la dirección indicada. La calle empedrada y estrecha estaba resbaladiza pues la nieve derretida lamía todo el pavimento y la que permanecía sólida daba una mano de pintura blanca a todas las superficies horizontales que encontraba. Dejó un instante la maleta en el suelo y respiró hondo. El aire era muy frío pero le reconfortó, llenaba los pulmones de una nueva atmósfera y le gustaba cómo olía. Miró la calle, no hacía falta conocer el pueblo para darse cuenta de que era minúsculo y acogedor. Casas de piedra, puertas de antigua madera con dibujos geométricos que el paso de los años había ido mermando, ventanas de irregular tamaño salpicaban las robustas fachadas dispuestas a soportar las duras condiciones climatológicas y el paso del tiempo que, daba la sensación, aquí debía transcurrir un poco más lento. Al final de la calle, surgida de entre tejados de pizarra blanca, se alzaba portentosa la montaña que cubría todo el lugar con su inconmensurable presencia. La montaña siempre le había proporcionado el efecto de protección, de cobijo, enormes brazos que resguardan de un cielo infinito lleno de incógnitas e imponderables. Recogió la maleta y se encaminó hacia la posada; estaba hambrienta y no pensaba guardar dieta, durante estos días no iba a respetar ningún régimen.
La recepción tenía un aspecto bastante descuidado, no sucio, pero muy desordenado. La mestressa de la posada le acompañó a su habitación. Había que subir una angosta escalera repleta de cuadros de dudoso gusto que todavía dificultaban más el acceso. Temió que la habitación no reuniera las mínimas exigencias que ella esperaba, pero se equivocó: el cuarto era una antigua buhardilla con el techo cubierto de vigas de madera restauradas y pintadas de color marrón a juego con la tonalidad melocotón de las paredes; una de las dos ventanas estaba en la pared baja de la estancia y daba a la calle, la otra era bastante grande y sus vistas dejaron casi sin respiración a Águeda: toda la amplitud de la montaña y del valle se podía divisar desde allí; al lado, muy a propósito, había un sencillo banco cubierto de unos confortables cojines; la cama de bronce, ya un poco verde, era una maravilla, alta y mullida con una colcha de colores chillones, repleta de almohadones y una pequeña manta de punto a los pies; dos mesillas antiguas con unas lamparillas estilo art déco y un mínimo escritorio; el armario casi tan grande como la montaña era de una sola puerta con luna, al abrirlo, un agradable olor a flores silvestres le dio la bienvenida; un radiador de hierro colado calentaba la pieza. Sí, se iba a sentir a gusto. El baño se encontraba al final del pasillo, todo remozado y muy limpio, sencillo y práctico, sólo unas cenefas le proporcionaban unos alegres toques de color. Preguntó a la dueña si podía comer algo y ésta le contestó, muy amablemente, que bajara al comedor que le serviría.
Era un comedor reducido en el que únicamente cabían cuatro mesas presidido por un desmesurado hogar donde un buen fuego caldeaba el ambiente. Estaba sola, así que eligió la mesa que daba a la ventana para poder ver la calle mientras comía. La carta consistía en un escueto menú cassolà que parecía ser muy gustoso y proporcionar mucha vitalidad. Después de un reconfortante brou caliente, pidió un guiso de ternera propio del lugar y de postre una crema catalana que no fue capaz de acabar, lo que disgustó a la mestressa que le preguntó si se encontraba bien. Tras el café de puchero, encendió un cigarrillo. Con la mano derecha daba vueltas al café y con la izquierda a la cajetilla de tabaco, a la vez su mente mareaba la idea de dejar de fumar, pero los próximos cuatro días no eran los mejores para decidir ese tipo de determinaciones. Tomó un sorbito de café; lo dejó caer por su garganta notando su temperatura. El cristal de la ventana se había convertido en opaco pues el calor del comedor lo empañaba; limpió con la servilleta un redondel suficientemente grande como para asomar su mirada al exterior. Le producía placer saber que ninguno de los que pasaban delante de ella la conocían, nadie la había visto nunca antes y, probablemente, nadie la volvería a ver. Iba a formar parte de la historia de ese pueblo durante un ínfimo intervalo de tiempo, luego, desaparecería para siempre. No iba a dejar huella en esta villa, pero, quizás, para ella, estos cuatro días supusieran un antes y un después en su vida.
Expulsó el vaho y éste voló unos segundos disipándose en el aire. Se subió el cuello del anorak, enfundó las manos en los guantes y salió dispuesta a dejarse llevar por las calles del pueblo. “Si quiere esquiar, ha elegido unos días muy buenos” -le había dicho la posadera-. “Hasta el fin de semana, no llega casi nadie; tendrá las pistas para usted sola.” “No he venido a esquiar. Sólo quiero pasar unos días tranquilamente.” La señora la había mirado extrañada, como pensando “qué raros son los de ciudad”. En su exploración, Águeda se adentró por callejuelas y admiró sus recodos y sus gentes. Al observar a los habitantes se dio cuenta de que había una clara diferencia en la forma de caminar, de mirar, de hablar, incluso de respirar; todo se ralentizaba, el tiempo se antojaba flexible, capaz de estirarse como una goma elástica que recupera su posición inicial sin resistencia, dispuesta a ser extendida de nuevo las veces que haga falta. Paró delante de una carnicería, su frigorífico exponía una cuarta parte de las viandas que tenía el del supermercado donde ella compraba en Madrid, sin embargo desconocía gran cantidad de los embutidos. La dependienta despachaba con parsimonia y entablaba conversación con cada clienta a la que conocía y hablaban sobre un pariente o un vecino… En el hipermercado nadie conoce a nadie; nadie pregunta por tu familia o por tu trabajo pues nadie sabe a qué te dedicas ni dónde vives; nadie quiere saberlo, ni tú quieres que se sepa. Águeda pensó que, bien mirado, era una ventaja más que un inconveniente, porque no le iba a ser grato que le dijeran: “Tú, niña, lo que tienes que hacer es mandarlo a hacer puñetas. ¿Qué se han creído estos hombres? No te preocupes, bonita: un clavo, con otro clavo, se quita.” O “Ya sabes, a las mujeres siempre nos toca callar y aguantar; así son las cosas. No te olvides de los niños, que tienes tres, nada menos.” No, no lo soportaría. En la panadería se repetía la escena, las conversaciones parecían las mismas, más breves, eso sí, pues despachar una barra de pan es mucho más rápido que descuartizar un pollo o que servir 100 gramos de mortadela. Se deleitó con el aroma que asomaba por la puerta de la tahona. A pesar de lo avanzado del día, todavía se olía a pan caliente, a masa fermentando, a harina espolvoreada, a manos blancas que sacan bollos de un horno de leña.
Le resultó divertido subir las cuestas estrechas, llegar a un rellano y divisar lo que había dejado atrás en tan solo unos metros, luego, vuelta a subir, hasta llegar a lo más alto para encontrarse con la iglesia. Parecía románica pero poco quedaba ya de la construcción primigenia, había sido restaurada completamente y sólo alguna de las piedras del basamento o del pórtico parecían originales. Empujó la vasta puerta sin mucho convencimiento ya que creyó que estaba cerrada, pero su esfuerzo la adentró en una ermita muy pequeña y oscura. Un tosco altar presidía el recinto sobre el que caía una cruz de hierro que colgaba de unas cadenas desde la cúpula, detrás, sobre una columnita, reposaba el sagrario; por sus cuatro ventanucos, poca luz se colaba pero sí bastante frío; observó unas resistencias, a modo de estufa, clavadas en las paredes bajo unos focos, que no parecían muy potentes. Se sentó en el primer banco. El silencio rebotó en las piedras plagiadoras de tiempos pasados y sintió que penetraba en su alma. Lloró sin emitir sonido alguno, no quería estorbar el eco del mutismo que invadía el lugar. No se había permitido el lujo de desahogarse hasta ese momento; no quería que nadie la viera. En aquella iglesia le parecía que estaba fuera del mundo, completamente sola, se le antojaba el limbo terrenal, el paraíso de los perdidos y la noción del tiempo se le escapó de la conciencia. Se dejó dominar por su dolor y, en su aturdimiento, se vio a sí misma en la puerta de la facultad de Historia con un título en la mano. Por fin había acabado la carrera, ya estaba preparada para afrontar el resto de su vida, se agarraba a ese pedazo de cartulina convencida de tener en su poder una llave maestra. Se ofrecían diferentes posibilidades: la docencia no le desagradaba pero conseguir una beca para realizar trabajos de investigación en los Archivos Nacionales era su meta. Alguien la agarró por detrás tapándole los ojos.
- ¡Paco! Vaya susto me has dado. ¡Mira! ¡Ya lo he conseguido! –gritaba mientras blandía su título como si fuera un trofeo.
- Vale, vale, ya lo veo –le contestó, y al intentar detener sus aspavientos, el título cayó al suelo.
Águeda paró en seco, miró airada a Paco, se agachó a recoger el papel y contuvo un insulto.
- No te pongas así, no se puede romper. Vamos a tomar unas cañas, Óscar y Ester nos están esperando. Yo también tengo noticias que darte. Escucha…
Y fue allí, sobre aquellas escaleras que tantas veces había pisado, donde quedaron sus ilusiones; la realidad se mostró en forma de disyuntiva: o sus sueños o una plaza de arquitecto en el ayuntamiento de Madrid para Paco. Acceder a tal puesto obligaba, irremediablemente, al matrimonio de la pareja y al traslado de ciudad. Águeda creyó que era lo correcto después de cuatro años de novios y los esfuerzos de Paco por aprobar las oposiciones. Dejar atrás toda su vida le parecía un sacrificio tan grande como su amor por Paco y una forma de demostrárselo. Pensó que podría reanudar su postgrado con vistas a conseguir una beca para la investigación tras establecerse en Madrid. Pero se presentó el primer hijo y volvió a optar por lo que le parecía más adecuado para todos en ese momento y se decantó por las oposiciones al Ministerio de Hacienda. El momento se prolongó por dos hijos más y un adulterio de dos años, adornado con múltiples infidelidades, que la despertaron de su letargo como un jarro de agua fría.
Oír el ruido de las oxidadas bisagras le sobresaltó y se levantó del banco para salir corriendo hacia la puerta que casi se había cerrado completamente. El capellán se disculpó:
- Debí haber mirado pero es que nunca hay nadie y no supuse…
- No, la culpa es mía; no me he dado cuenta de que ya era tarde -balbuceó secándose las lágrimas.
- ¿Necesitas alguien que te escuche, hija mía?
- Gracias padre, ahora necesito actuar más que otra cosa. Gracias de todas formas.
- Si te lo piensas mejor, cualquiera del pueblo sabe dónde encontrarme.
Volvió a darle las gracias y descendió por las cuestas, ateridos los huesos por la humedad de la ermita, dispuesta a tomarse algo caliente en el primer bar que encontrara.
Ya en la misma calle de la posada, localizó uno y allí se dirigió, directa a la barra a pedir su té ardiendo. El bar estaba lleno de los parroquianos habituales sentados en las mesas y jugando a la butifarra los cuales, con sus miradas, denotaban su curiosidad por la solitaria forastera con cara de frío que acababa de entrar. Reconfortada por la infusión, intentó idear el itinerario de los próximos días. Una excursión por los alrededores exigiría un medio de transporte y preguntó a la camarera donde podría alquilar un coche. Unas manos grandes, musculosas, con uñas rasas y piel áspera se entrelazaron sobre el mostrador para contestarle: “Pasando el puente, en la parte nueva del pueblo, hay un taller que a veces tiene coches para alquilar. Pruebe allí.” Águeda pensó que debía hacer escalada e intentó verle los brazos pero los tenía cubiertos por las mangas de un grueso jersey de lana verde. De todas maneras, no cabía duda, un dilatado cuello como principio de unos hombros y brazos muy desarrollados por el ejercicio físico; una larga melena castaña recogida en una cola y su cutis seco, sin afeite alguno, delataban una forma de vida sana y una filosofía ecologista. Mantuvieron una fluida conversación durante unos minutos en los que la escaladora le informó de un par de lugares que podía visitar sin tener que alejarse demasiado del pueblo, parajes tranquilos como le había indicado Águeda: una antigua casona que había sido restaurada como hotel desde donde se impartían clases de esquí al lado de un recodo del riachuelo, con un merendero que se llenaba en verano, dotado de unas vistas tan bonitas que había dado nombre al valle: la vall de Riucel. Pidió otro té para terminar de arreglar el cuerpo y pasó su vista por el local. Decoración rústica, no fabricada por una franquicia, sino por la acumulación de objetos viejos y antiguos, en desuso y desgastados, que cubrían las paredes, antaño blancas, hoy grisáceas, tonalidad en la que había colaborado el fuego de la chimenea. Suelo de baldosas infinitamente fregadas, techo de láminas de madera decorado con ramilletes de flores secas prendidos bocabajo. Los clientes, gente mayor que jugaba a las cartas y fumaba cigarrillos liados, cuatro jóvenes que discutían sobre la ruta más idónea a seguir para trepar por una pared y una pareja de mossos d’esquadra que tomaba unos refrescos polemizando sobre fútbol. Fijó su mirada en el que tenía enfrente: unos 25 años, pelo negro con mechas rubias, ojos grandes y azules, rostro agradable, labios carnosos, manos grandes. Tuvo que reconocer que era atractivo. Esperó a que se pusiera de pie para comprobar su altura y regocijarse de “lo bien que le quedan los pantalones del uniforme”. Se asustó, últimamente sus cambios de humor le conducían de la más absoluta autolástima al deleite de la belleza animal. Decidió continuar con su segundo té que, seguramente, le iba a reconfortar mucho más de lo que aquel joven lo haría nunca.
Las siete, señalaron las campanas de la iglesia, sonido que le transportaba a su infancia vivida en frente de un convento en el que las monjas se entretenían, entre otros menesteres, en dejar constancia del paso del tiempo marcando las horas. El frío había arreciado, era el protagonista de la oscura y silenciosa tarde. Al repiquetear del timbre, acudió la mestressa secándose las manos en un mandil a cuadros rojos.
- ¿Que le apetecería tomar algo caliente para entrar en calor?
Águeda se quitó los guantes, desabrochó su anorak y respondió a la señora:
- No, gracias, ya he tomado un té en el bar de allí al lado.
- Allí, durante la semana, sólo van los viejos, señorita y algún que otro escalador del pueblo. En el fin de semana, se llena de turistas que van a cenar, hacen unos platos combinados muy buenos y baratos.
Al escucharla, Águeda pensó en la buena voluntad de la señora aun a riesgo de perder un cliente. La vio cruzar sus manos sobre el delantal y fue entonces cuando se percató de que lo hacía exactamente igual que la camarera escaladora.
- Así que su hija es tan estupenda cocinera como usted.
La mestressa la miró sorprendida.
- ¿Ha hablado con mi hija? No, ella no es la que cocina bien, es el seu home. Ella es la encargada de atender la barra.
- Es una buena conversadora.
- És molt bona xicota, la Núria.
La posadera procedió a decirle el menú de la cena, pero rechazó el ofrecimiento: sólo tenía ganas de dormir. Una vez en su habitación, comenzó a deshacer la maleta: sacó su pijama y lo dejó junto a la almohada; su poca ropa, dentro del armario; y, con su neceser y una toalla, se dirigió al baño. Desmaquillarse, lavarse los dientes, orinar, volver a lavarse las manos, peinarse, todo lo hizo maquinalmente, como lo hacía todas las noches pero sabía que no era igual. Regresó a su habitación, apagó la luz del techo y encendió la de las mesillas, le resultaba más íntimo. Se puso el pijama y programó el despertador para las ocho y media, debía ducharse, desayunar y bajar a la parte nueva del pueblo. De pronto, se dio cuenta de que no había llamado a casa para decir que había llegado; buscó su móvil esperando encontrar un mensaje pero no había nada. Marcó.
- Ya pensaba que no ibas a llamar.
- He llegado hace unas horas. Todo bien, un poco cansada. Y ¿los niños?
- Estupendamente, ¿cómo quieres que estén? Su padre los cuida.
Águeda ahogó en su garganta alguna que otra objeción a sus cuidados, no quería discutir, sólo era un contacto para comunicar su llegada.
- Bueno, ya no volveré a llamar hasta que vuelva a Madrid. Ya sabes que si pasara algo llevaré siempre el móvil encima.
- Vale, vale. Adiós.
Seguía enfadado con ella, como si él no tuviera nada que ver en la situación actual de su matrimonio. Tenía la habilidad de echarle la culpa a los demás de sus errores, lo hacía convencido de ello, seguro de lo que decía, de tal manera que persuadía a todos. Incluso cuando Águeda descubrió sus infidelidades, él esgrimió como excusa que ella no le había escuchado nunca –harta estaba Águeda de preguntarle-; que no le había entendido –no sabía cuantas horas se había pasado intentando comprender sus problemas en el ayuntamiento, sus responsabilidades, su cansancio por las noches y su mal genio-; que la tentación le encontró en un momento bajo de moral –él nunca había exteriorizado ningún decaimiento-; que le daba cariño y comprensión –debía referirse a sexo, cosa que practicaba poco en casa-; que su amante le había chantajeado con contárselo todo si la dejaba –más hubiera valido que se hubiera sincerado antes de que lo descubriera por ella misma-; que ya todo había terminado y que las cosas volverían a ser como antes. Cuando Águeda le comunicó que había pedido en el trabajo cuatro días de asuntos para irse a recapacitar sola a un recóndito pueblo montañés, le increpó: “¿Qué vas a hacer en una mierda de pueblo? Aquí vas a llegar a la misma conclusión, a la única que puedes adoptar: vamos a seguir para adelante por nuestros hijos, no hace falta irse al quinto coño para averiguarlo, no hace falta que nos abandones para que se te encienda la bombilla. El tema está claro”. Qué seguro estaba de que las cosas iban a seguir igual. Todo se iba a resumir en un desliz que iba a ser solucionado abusando, por enésima vez, de la paciencia de Águeda. Le avergonzaba reconocer que, por unos momentos, le creyó, se vio a sí misma otra vez en su mismo papel y a él invariablemente igual… Y allí, en ese punto, algo se hizo pedazos: él siempre había sido así, era ella la que no había sabido ver en su interior, era ella la que había cambiado para amoldarse a la vida de su marido, era ella la que había abandonado todas sus ilusiones por acometer las de él.
Las ganas de llorar asomaron de nuevo a sus ojos. No debía ni de haberle llamado, los niños estarían bien, a pesar de que su padre estuviera deseando que no fuera así para tener una excusa infalible con que hacerla regresar. Tras este convencimiento, se arropó entre los almohadones y la colcha de colorines, apagó la luz. El agradable olor a flores silvestres de las sábanas le sirvió de bálsamo y se quedó dormida instantáneamente.





II
Algarabía de campanas, altar de una ermita donde se celebra un banquete sobre una interminable mesa blanca repleta de una miscelánea de vajilla y comida. La novia huye despavorida, abre las enormes puertas de la ermita y se encuentra en un inmenso prado color esmeralda tapizado con una hierba que le acaricia la cintura; se arranca el velo y, con una fuerza inaudita y gran agilidad, sesga la falda de su vestido blanco a la altura de las rodillas, para poder correr más lejos, más rápida. Y corre, corre. Las cosquillas del frondoso herbaje le despertaron. Un caracol le inundó la boca de un desagradable sabor a césped. Se levantó ligera hacia el baño y se enjuagó la boca con el elixir verde como su prado onírico, pero con sabor a menta fresca. Miró a través del ventanuco, había amanecido. Nada. Cerró los ojos y volvió a escuchar: nada. Era el silencio absoluto, la paz. El ritmo cadencioso de la pertinaz gota de agua la distrajo de su particular paraíso.
Se le cayó el neceser al suelo y todo su contenido se desparramó. Recogió los utensilios comprobando la cantidad de productos que necesitaba para el aseo personal y su imagen. Había pensado llevarse sólo lo imprescindible pero la fuerza de la costumbre le obligó a hacer las maletas maquinalmente y las prisas, las prisas por irse antes de tener que dar más explicaciones de las que quería dar, más explicaciones de las que debía dar. Qué podía haber dicho para que él la entendiera o para que él mostrara un poco de arrepentimiento, un poco de sentimiento de culpa. Aunque mejor así, una mínima demostración de sensibilidad o comprensión habría sido suficiente para que Águeda no paseara su dedo por el mapa geográfico de España. No debía dejarse engañar otra vez, la distancia y la soledad de estos cuatro días iban a proporcionarle la perspectiva y la objetividad necesarias para afrontar la realidad y tomar una decisión por y para ella misma.
Volvió a lavarse la cara intentando alejar de su mente estos pensamientos, retornar una y otra vez sobre lo mismo sólo le proporcionaba rencor, angustia y empequeñecer su autoestima. Debía arrinconar sus recuerdos durante unos días, incluso olvidar quién era, para enfrentarse a su yo más introspectivo y tomar una resolución en perfectas condiciones psicológicas.
Con esa determinación bajó a desayunar. Un hombre estaba prendiendo el fuego de la chimenea. Un lacónico bon dia fue todo lo que salió de su boca. Cuando encendió el fuego, recogió sus bártulos y se fue. Al momento apareció la mestressa.
- Bon dia, ¿qué tal ha dormido?
- Buenos días, estupendamente –contestó Águeda sorprendida de haber dormido bien: no esperaba pasar la primera noche tan plácidamente.
- Es que aquí hasta el dormir es más sano. Ahora le traigo el desayuno.
- Gracias… Perdone, ¿cómo se llama?
- Mercè.
- Mercè, de acuerdo. Yo me llamo Águeda, aunque supongo que eso usted ya lo sabía.
Mercè asintió con una leve inclinación de cabeza y salió del comedor en busca del desayuno.
Se lo comió todo: el café con leche, el zumo, la tostada con mantequilla y mermelada, un trozo de pa de pessic, que le resultó delicioso, y hasta probó el queso y la butifarra blanca. Recordó que la noche anterior no había cenado. Encendió un cigarro, se sirvió una taza de café y miró por la ventana. Allí estaba, el mundo aparecía ante sus ojos en forma poco amenazadora, no le asustaba salir a la arena del circo sola, sin una guarida donde volver si arreciaba la meteorología, entre otras cosas porque ya no había marcha atrás, su tiempo comenzaba ya, esta vez no había excusa, no había nada que anteponer a su voluntad. Empezaba: uno, dos, contaba pausadamente, iba a saborearlo todo, poco a poco, un leve lapso de tiempo puede ser infinito, tres, cuatro, un leve dolor en el estómago, como un presentimiento, le indicó que estaba preparada e impaciente por salir, cinco, seis, apagó el cigarro y se apresuró a la puerta de la posada, su tiempo le esperaba, siete, ocho, el sol le recibió, ella le saludó con su mejor sonrisa, la del alma, nueve y diez, la nieve crujió bajo su bota, el primer sonido de su nueva vida.
Había un desvencijado jeep que le iría “com oli en un llum”, es decir, según la propia traducción del jefe del taller: de perlas, pues se conocía todos los caminos del pueblo. Tenía calefacción y las cadenas puestas, el depósito estaba lleno, el precio era muy barato y, fundamentalmente, no había otro. El mecánico le dio unas mínimas instrucciones de uso que a Águeda le parecieron del todo insuficientes, pero, por no quedar como la típica mujer inepta al volante, no preguntó más. La palanca de cambios funcionaba a base de bruscos movimientos, el enorme volante se le resbalaba de entre las manos, el juego embrague-acelerador se resistía; salió a trompicones del taller intentando que no se le calara y mirando por el retrovisor la divertida sonrisa del jefe del taller despidiéndola con la mano.
Si sus indicaciones eran correctas, en un par de kilómetros vería un cartel donde ponía: Hotel Riucel a 3 km. Iba despacio para disfrutar del paisaje nevado y porque no dominaba la máquina. Sin quitar la vista de la sinuosa carretera, movió su bolso para comprobar por el sonido si había metido el móvil, donde había memorizado los teléfonos de urgencia de la zona. “Ya empezamos, no seas agorera, ¿qué ha de pasar?” El carácter no se podía cambiar en unos minutos; al oír un golpe metálico contra las llaves, se tranquilizó y, a la vez, se rió de ella misma en medio de montañas cubiertas de nieve a unos cuantos grados bajo cero e intentando dominar un vehículo que más parecía un tractor que un todo terreno. ¡Vaya historia le iba a contar a Sonia! “Me parece estupendo. Que rabie durante unos días, que se encargue él de los niños por una vez. ¡Qué envidia me das! En cuanto llegues de nuevo a Madrid, me lo cuentas todo. ¿Oyes?” ¿Qué le iba a contar? ¿Que había conducido un ruidoso tractor, que se había perdido en medio de la nieve, que la habían tenido que ir a rescatar y que había tenido que volver antes de lo previsto por haber pillado una pulmonía? Tendría gracia, después de tanto drama, regresar enferma para ingresar en un hospital, facilitándole razones a Paco para demostrarle que era incapaz de vivir sin él. “Antes me muero”, exclamó en viva voz. Conectó la radio y la puso a todo volumen para arrojar del habitáculo esas imágenes; pensar en malos presagios facilita que se materialicen. La señal indicativa apareció, como mínimo, no se había equivocado de carretera.
Aquel monstruo metálico calló de golpe asustándola. Tras dos vueltas al aparcamiento y rechazar algunos válidos, sólo uno le pareció lo suficientemente grande para meterlo con seguridad. Mientras se alejaba, se lo miró de reojo, no muy convencida de poder volver a ponerlo en marcha. “Cada cosa en su momento, para qué me voy a preocupar antes”, se dijo para sí, ahora iba a disfrutar de un bonito panorama. Podía ser de finales del XIX o principios del XX, algunos detalles decorativos le recordaban el modernismo de ciertas mansiones que la burguesía barcelonesa se hizo construir según el nuevo estilo arquitectónico. No entendía cómo se podía haber vivido allí en aquella época, tan lejos de todo; tal vez hubiera sido residencia de verano. Una gran puerta bajo un tejadillo de hierro forjado daba paso a una pequeña entrada cerrada por vidrieras modernistas que al traspasar la puerta te regalaba con una escalera de mármol y balaustrada de madera torneada. A la derecha, la recepción del hotel, a la izquierda el bar-restaurante. Techos altos con artesonado de madera y enormes lámparas de cristal. Parecía haber retrocedido unos cuantos años en el tiempo. Le dieron ganas de registrarse en el hotel, se imaginó las habitaciones acordes con el resto y a los huéspedes vestidos con camisas blancas de cuello duro, chalecos a cuadros, pajarita y sombrero. La barra del restaurante había sido construida a tono con el resto del edificio: barra de madera, con adornos de latón, repisa de mármol y frente cubierto de grandes espejos; mesas de mármol y pie de hierro, sillas de madera forradas de cuero; suelo de cerámicas geométricas multicolores cubierto, de vez en cuando, por alfombras. Hubiera deseado que un educado camarero ataviado con chaquetilla corta negra y lazo, delantal blanco hasta los tobillos, inmaculado trapo al brazo y reluciente bandeja en mano le hubiera servido. En su lugar, un imberbe dentro de un uniforme que le iba tres tallas grandes, le preguntó:
- ¿Que desitja alguna cosa, senyora?
Señora, señora, como un eco entre montañas esa palabra resonó en su cavidad craneal.
- Sí, un café con leche caliente, por favor – suspiró.
Águeda tuvo que reconocer que el chaval era atento: por un café con leche, le indicó cómo podía llegar al recodo del merendero y le facilitó un folleto con las actividades y precios del hotel.
Haciendo acopio de valor, se dispuso a poner en marcha la máquina. A la tercera, lo consiguió dejando tras de sí una maloliente humareda gris.
Sin pasar de segunda y con dolor de brazos, llegó al recodo del río. Los tablones de las mesas y las sillas estaban completamente cubiertos de nieve. Sus pisadas eran las únicas que había en todo el merendero, lo que indicaba que, desde la última nevada, nadie había ido por allí. Esto todavía le produjo mayor sensación de soledad, de unicidad. Era la dueña de aquel lugar, de aquella blancura sobre la que sólo sus huellas hacían mella. Bajaba el río rápido, su melodía era el perfecto acompañamiento a tan fantasmal, y a la vez, idílico paraje. Caminó junto a la orilla durante un buen rato, cuando se sintió cansada, dio media vuelta y regresó al coche. Había conseguido no pensar en nada, concentrarse en su respiración y no resbalar, era toda la actividad que su mente había producido. Se había contagiado del blanco puro, la nieve la había exorcizado de sus propios pensamientos negativos, se encontraba renovada y tranquila.
Era hora de volver al pueblo, tenía un vacío en el estómago y Mercè le había avisado que el menú de hoy iba ser suculento. Se subió al coche e inició la maniobra de arranque. Al cuarto intento, la máquina dejó de hacer ruido alguno, se silenció de forma preocupante, incluso para una ignorante del mundo del motor como Águeda. Hizo la baldía operación de abrir el capó y mirar, sin tocar; realmente no sabía qué buscaba y aunque hubiera habido algo evidente no lo hubiera encontrado. Quemado no parecía que estuviera nada pues no se olía mal, éste fue el único diagnóstico que se atrevió a dar cuando llamó a los Mossos d’Esquadra, después de un buen rato de esperar a que apareciera alguien por el camino.
Al cabo de tres cuartos de hora, apareció el coche de los agentes que, por un lado, le hizo sentirse aliviada y, por otro, le avergonzaba que sus malos presagios se hicieran realidad y no tuviera otra versión que contarle a Sonia. Una pareja de mossos jóvenes la saludaron reglamentariamente antes de dirigirse a ella, no sin cierta condescendencia totalmente impropia de su edad, la de ellos y la de Águeda.
- Bon dia, ens ha cridat demanant ajuda, senyora?
“Y vuelta con señora”.
- Sí, es evidente que les he llamado, agentes –se reprimió las ganas de decirles “chavales”-. El tractor éste no me arranca y ya me estaba quedando congelada.
- Bien, vamos a ver qué le pasa al tractor éste –repitió irónico el mosso de grandes ojos azules.
Al inclinarse para observar en motor, Águeda reconoció aquel fantástico culo, era el mosso del bar del día anterior con su compañero, también joven pero al que su aspecto más rural le hacía mucho menos atractivo. Mientras revisaba el motor, le dijo a su colega que lo arrancara, cosa que no pudo hacer y, rápidamente, llegaron a la conclusión de que la señora se había cargado el motor de arranque. La solución pasaba por llamar a una grúa que lo remolcara al pueblo ya que empujar tal armatoste por un terreno poco igualado y cubierto de nieve iba a ser una empresa bastante complicada. El mosso más serio sacó unos impresos y se puso a rellenarlos con los datos que ella le proporcionaba. Así que Águeda volvió al pueblo escoltada por dos estupendos jóvenes después que la rescataran de un accidente sin importancia con el cuatro por cuatro, ésta era la versión que pensaba contarle a Sonia, dicho de esta manera, sonaba menos embarazoso.
- Es el jeep del Joanet, ¿verdad, señora?
- Pues no sé –suspiró de nuevo-, lo he alquilado al jefe del taller que hay en la parte nueva del pueblo.
- No es la primera vez que tenemos que rescatar a turistas que se han atrevido a alquilar este trasto, sobre todo en invierno. Estos coches viejos tienen que ser manejados con mucho cuidado y por gente que los conozca, si no son bastante inseguros.
- Vaya, pues no deberían dejar que ese señor alquilara coches en mal estado –increpó Águeda aprovechando para echar la culpa de su impericia al tal Joanet.
- Bueno -replicó el mosso -, el Joanet cumple con los requisitos, no podemos hacer otra cosa, señora.
Águeda entendió que quien no cumplía todos los requisitos era la señora.
El mosso atractivo era el que mantenía la conversación mientras el otro conducía hábilmente por el tortuoso camino nevado sin menear la cabeza ni un instante. De vez en cuando, el copiloto se giraba y sonreía a la viajera de la parte de atrás que no sabía si sentirse rescatada o arrestada; la rigidez del asiento y la situación tan penosa le hacían sentirse bastante incómoda. Pasaron por delante del hotel y Águeda volvió a admirar la construcción.
- Es muy bonito. Siempre tiene clientes, tanto en verano como en invierno. Era de una antigua familia del pueblo que hizo las Américas e invirtió parte de su fortuna en esta casa. Dicen que eran pastores y su gran ilusión siempre había sido tener una mansión como la de los ricos de Barcelona. Sus herederos no pudieron mantener semejante caserón y lo vendieron a una cadena de hoteles que lo restauró. Le ha dado mucha vida al pueblo -volvió la cara y sonrió a Águeda-. ¿Ha estado usted dentro?
- Sí -contestó azorada sin saber muy bien porqué-, pero sólo en el bar esta mañana antes de que el tractor me dejara tirada.
¿Por qué le miraba tanto? ¿Por qué se hacía el simpático? Tal vez se había percatado de cómo miraba su trasero, o habría deducido que viajaba sola, o, simplemente, eran imaginaciones de “vieja verde”.
- ¿De dónde es usted? -preguntó el agente sobresaltando a Águeda.
- Soy de Madrid –y, adelantándose a su próxima pregunta, prosiguió: -He venido a pasar unos días sola, alejada del mundanal ruido.
Lo dijo con cierta insinuación, mirando a los ojos del joven, pero sin ser consciente de la fuerza de su mirada. Esta actitud, fue observada por el agente que inmediatamente giró su cintura y apoyó sus brazos en el respaldo mirándola casi frente a frente.
- Pues si es paz lo que busca, aquí la encontrará por doquier. Excepto los fines de semana, claro. Entonces esto se llena de esquiadores. Ahora también hay, pero muchos menos.
¿Estaba ligando con el policía? ¿Estaba loca? Era una estupidez. Dirigió su mirada hacia la ventana dispuesta a disfrutar del paisaje ahora que no tenía que conducir; cualquier otra distracción era absurda.
- ¿Dónde se hospeda? – Águeda tardó en contestar y el agente se le adelantó: -Lo digo por dejarla allí en cuanto lleguemos al pueblo.
La cosa iba de mal en peor, el tío se lo había creído, debía pensar que era una divorciada en busca de un rollito de invierno. Bien mirado, tal vez sí que fuera eso. Completamente colorada le contestó:
- En la posada “El Cau”, lo lleva una señora que se llama Mercè, pero ahora no recuerdo la calle…
- No hace falta, sabemos donde está. El pueblo es pequeño y todos nos conocemos –el mosso se giró hacia delante, dejando en paz a la señora, ya la había alterado suficiente.
No volvieron a hablar hasta llegar a la puerta de la posada. Galantemente, el mosso le abrió la puerta y la ayudó a bajar del vehículo. Ella le preguntó turbada qué debía hacer con el jeep y él le contestó que no se preocupara que ellos hablarían con el Joanet y todo se arreglaría.
- ¿Cuántos días se va a quedar y dónde se va a hospedar? –esta vez prosiguió sin dilación: -Lo digo para ponernos en contacto con usted por el papeleo.
- ¡Ah! Pues unos días y aquí mismo, en la posada.
- Gracias, que pase una buena estancia –y le hizo el saludo reglamentario, el otro agente ni bajó del coche, seguía impertérrito al volante.
- Gracias a ustedes. Adiós.
Contuvo unas ganas irrefrenables de volverse para ver si el policía la miraba al marcharse, pero su dignidad, o la poca que le quedaba, se lo impidió.
- ¿Que le ha pasado alguna cosa, señora? –preguntó asustada la posadera.
- No, no se preocupe. Es que el coche que he alquilado me ha dejado tirada y he tenido que llamar a la policía.
- Cuánto lo siento. Pase, pase que estará helada. Siéntese, le traigo la comida ahora mismo. Tendrá hambre.
- La verdad es que sí. Gracias, muy amable –le agradeció Águeda mientras se sentaba en su mesa del comedor.
Lo primero que hizo fue beberse un vaso de agua, se le pegaba la lengua al paladar. No sabía si era por el susto o por el mal rato que le había hecho pasar el “mocoso” ese. Ella no había llegado hasta allí para ligarse a un muchacho por guapo que fuera; tenía mucho que pensar y que solucionar, no debía distraerse en películas imposibles. Pero no pudo reprimirse: ingirió con fruición todo lo que le sirvieron sin dejar de pensar en el joven, en sus ojos, sus manos, su trasero… Concluyó que un poco de imaginación no le iba a perjudicar, pues era eso lo único que había y rebañó el plato de la crema catalana que esta vez sí se acabó. Luego subió a su habitación y se aseó un poco, se puso cómoda y se tumbó sobre la cama para descansar un rato. Se quedó dormida. Cuando se despertó, eran las seis, ya había oscurecido. Se vistió y bajó dispuesta a dar un paseo por el pueblo para despejarse hasta la hora de la cena. Quería comprar algunas cosas para sus hijos, como les había prometido. No había visto ninguna tienda donde poder comprar regalos o cualquier otra chuchería para niños. Se encontró delante del bar y pensó que la Núria le podría informar. Allí estaba, con un jersey exactamente igual que el día anterior pero en azul.
- ¿Qué tal? ¿Cómo te va por mi pueblo? –le preguntó Núria nada más verla entrar.
- Bueno, ha habido de todo: desde paisajes maravillosos, hasta rescate llevado a cabo por el cuerpo de policía catalán.
- No fotis. ¿Qué ha pasado?
Y Águeda le relató lo sucedido.
- Mañana iré a hablar con el del taller, a ver si he de hacer algo, los mossos me han dicho que ya me llamarían. Hoy querría comprarles algo a mis hijos. ¿Conoces alguna tienda donde pueda ir?
- Está usted en lo cierto –una conocida voz sonó a su derecha-. Mañana debe ir al taller a solucionar lo del seguro.
- Hola, Gerard. ¿Este es el cuerpo que te rescató? -preguntó Núria con cierto retintín.
Águeda se encontró sentada al lado del mosso atractivo vestido de calle que unas horas antes había imaginado desnudo.
- ¡Ah! Gracias por avisarme. ¿Ha habido algún problema? – a Águeda le pareció todavía más guapo que de uniforme.
- No, papeleo, rutina. Todo en orden, Águeda.
Por fin la tuteaba, tal vez el hecho de ir de uniforme le prohibía hacerlo.
- ¿Sabes cómo me llamo? Claro, que tonta soy, te lo he dicho esta mañana al coger los datos
- Me llamo Gerard.
Se dieron dos besos a modo de presentación, estas trivialidades no debía poder hacerlas uniformado. Olía a elixir de menta, aroma de lavanda, a una fragancia sencilla y fresca.
Y sin saber cómo y sin importarle demasiado ese cómo, aceptó que Gerard la llevara a una tienda donde comprar los regalos. En busca del establecimiento, Águeda observó si la miraban. No podía evitar preocuparse por qué pensarían los habitantes de ese pueblo cuando la vieran con el mosso tan joven y guapo que todos conocían; seguro que no era la primera vez que el chico tan guapo se ganaba a una mujer madura. Además, la forma en la que le había tratado Núria no dejaba lugar a dudas: era un gigoló, un caza-mujeres-desesperadas-abandonadas-divorciadas que se las beneficiaba aprovechando el momento delicado por el que estaba atravesando su vida. Lo miró: se le veía despreocupado, alegre, seguro de sí mismo, pavoneándose delante de todos. Tampoco había que exagerar, le estaba guiando y nada más, en cuanto llegaran a la tienda, su función habría terminado.





III
Consigue arrancar el jeep y sale rauda de aquel espacio. Tiene prisa, mucha prisa, no puede parar; no recuerda qué era lo que debía hacer pero es muy urgente. Pierde el control del jeep que marcha autónomo por otro camino que no había planeado visitar. Colisiona de cara contra algo contundente provocando un buen estruendo. Sin saber con qué ha chocado, baja aturdida del vehículo. Siente frío, se da cuenta de que sus desguarecidos pies pisan la nieve. No lleva ropa, está completamente desnuda. Se tapa con los brazos y se frota para intentar entrar en calor. Pero no son sus brazos, sus brazos no tienen vello. Mira a su alrededor, no ve a nadie; paulatinamente su temperatura va subiendo y renuncia a buscar al dueño de los brazos pues se va sintiendo cada vez mejor, más cómoda, más satisfecha. Y se deja frotar, acariciar, abrazar, besar, tocar, humedecer, penetrar…
Se despertó cubierta de un placentero sudor con fragancia a menta y un punto agrio de transpiración masculina. Jadeaba de gusto, no había sentido miedo, ni rechazo, únicamente un poco de vergüenza y mucho goce. No había visto a su amante invisible, pero sabía quién era. El sueño rememoraba lo vivido el día anterior, el suceso del coche y su rescate; tardó en reconocer que también había supuesto un descubrimiento sexual, una apertura a un mundo que tenía olvidado desde hacía bastante. Su último sueño erótico lo tuvo antes de dar a luz a Sergio, hacía cuatro años; no recordaba desde cuando no le apetecía hacer el amor con su marido. Podía reconocer que algún hombre hubiera suscitado en ella algo más que una evocación agradable, pero todo acababa allí, era una mujer fiel. En su exigua experiencia, Paco había sido el mejor amante, aunque con el tiempo se había ido despreocupando de proporcionarle placer, lo que había terminado por agotar los deseos sexuales de Águeda. Pero aquel joven policía le había avivado ese tipo de inquietudes, de necesidades, aún temblaba de placer si la tocaban, si la besaban. Había sido un sueño; la vida real no era así. En el hipotético supuesto que Gerard estuviera interesado en tener relaciones con ella, no sería capaz de hacerlo, le daría mucho apuro que un hombre tan joven la viera desnuda con todos sus años, complejos, arrugas y estrías al descubierto. Esta vez, sí que estaba soñando despierta, únicamente había quedado con él para ir al taller del tal Joanet y terminar de solucionar el papeleo y los datos necesarios para el seguro; se podía decir que era una cita profesional, eso era todo, eso iba a ser todo.
Estaba hambrienta, devoró todo lo que Mercè le sirvió para desayunar, iba a hacer poco régimen comiendo de esa manera. Las diez y media, hoy no había madrugado, quería tomarse las cosas con más calma tras el cúmulo de acontecimientos. La noche anterior, no cenó, se acostó temprano y tardó mucho en dormirse, estuvo dando vueltas en la cama meditando sobre lo sucedido. Había quedado a las doce en el taller con Gerard, tenía tiempo para ducharse y arreglarse. Apagó el cigarro, se le había consumido en el cenicero sin haberle dado más de dos caladas, estaba absorta esclareciendo qué se iba a poner. Se terminó el café; no era una adolescente y no iba a quedar en evidencia delante del cuerpo de policía catalán, tenía que serenarse y actuar como correspondía a su edad y a su estatus. La foto que llevaba en la cartera de sus hijos y su marido pasó por delante de sus ojos; lo que le sorprendió es que no se hubiera acordado de ellos, que no hubiera pensado que estar casada era un motivo más que suficiente para no tener que plantearse nada en cuanto a relaciones sexuales extramatrimoniales. Su marido no opinaba lo mismo. Se obligó a no darle más vueltas al tema, las cosas se irían resolviendo conforme se fueran presentando, sólo iba a conseguir alterarse más.
“Joguines i llaminadures”, así se llamaba la tienda donde había comprado los regalos a sus hijos. Gerard le dijo que la gente se llevaba como souvenir los embutidos y quesos del pueblo, pero para niños sólo había esa tienda. A Sergio, el pequeño, le cogió una de esas esferas transparentes que cuando se les mueve parece que nieva, le gustaban mucho, se pasaba ratos agitándolas; a Ignacio, una pelota de fútbol, la vieja estaba destrozada; y a Álvaro, un mapa del valle, hacía colección de mapas de todas las partes del mundo de carreteras, geopolíticos, físicos, atlas; de él era el mapa con el que Águeda decidió a dónde escapar. Estuvo a punto de contárselo a Gerard, pero no quiso entrar en detalles íntimos, no tenía porqué hacerlo. Sin embargo, él sí dio ciertos datos: que siempre había querido ser policía, que había elegido ese destino porque le encantaba la montaña y esquiar, que había dejado una relación en Barcelona justo por haberse ido tan lejos… Águeda se sintió un poco perpleja ante tales confesiones y cambió bruscamente la conversación hacia un tema mucho más trivial. Gerard sonrió y le siguió la corriente. Después de comprar los regalos, él la invitó a cenar. Águeda tardó unos segundos en reaccionar, pero sus sentidos de la decencia y la fidelidad seguían intactos todavía, y rechazó amablemente su proposición. Eso sí, tras quedar para el día siguiente en el taller de Joanet, la acompañó hasta la misma puerta de la posada.
- Bona nit, Águeda. Espero que descanses y que no sueñes con ningún accidente.
Antes de que Águeda pudiera devolverle la despedida, Gerard le besó en las mejillas. Sólo fue un ínfimo roce, pero pudo sentir sus labios pasando sobre los suyos. El vello de la nuca se le erizó y sintió arder su rostro. Por un instante se le pasó por la mente besarle en la boca e invitarle a subir, pero no se atrevió.
- Buenas noches, Gerard, espero dormir bien, gracias.
Esta vez sabía que le estaba mirando mientras entraba en la posada, no osó volverse para comprobarlo: su cuerpo sufría los efectos de haber ingerido un cubata y no se encontraba ágil para realizar ciertos movimientos. Cuando alcanzó la escalera, segura de que ya no podía verla, se agarró a la barandilla y subió lentamente hacia su cuarto, le temblaban las rodillas.
Recordar la tarde anterior la había alterado, no llegaba al taller en las mejores condiciones para enfrentarse al policía. Gerard ya había llegado y estaba hablando animadamente con Joanet.
- Bon dia, ¿has descansado? –Gerard se le acercó. Por un instante creyó que iba a volver a propinarle otros dos besos como saludo matutino, pero, tal vez, la presencia de Joanet le retuvo, lo que Águeda agradeció.
- Sí, gracias, he dormido de un tirón – dijo retirándose instintivamente.
El hombre bajito y regordete, con cabello que sería blanco si lo dejara asomar el peluquero, y con cerradísimo acento catalán, comenzó una parrafada que Águeda no entendió. Gerard le avisó que la señora no entendía catalán y el tal Joanet cambió de registro no sin esfuerzo.
- En Gerard ja m’ha explicat el que va passar. Lo siento mucho, señora. Ese coche es un poco especial, pero no tenía otro… Por supuesto, le descontaré el día perdido. Ahora me han devuelto un “Panda”, éste va mucho mejor.
- Eso espero, no tengo ganas de volver a ser rescatada.
- Como si la hubiéramos rescatado mal –exclamó Gerard.
Águeda sonrió, le hubiera apetecido decirle que su honor no podía soportar otro salvamento, pero expresarlo en voz alta hubiera sido igual de humillante.
En el momento en que Joanet fue a buscar las llaves del Panda, Gerard le dijo en un aparte:
- Si quieres, no tienes porqué alquilar el coche: tengo dos días de libranza, un coche bastante mejor del que puedas alquilar aquí y conozco el valle perfectamente. Soy un gran guía, déjame demostrártelo.
No podía decir que no con esos ojos azules mirándole tan fijamente, pero tampoco podía decir que sí, estaba paralizada, lo que todavía hizo agravar más su retraimiento.
- Joanet, escolta, no cal que portis les claus, la senyora ha decidit que ja no vol cap cotxe. Torna-li els diners i t’encarregues de portar els papers al segur, ja t’apanyaràs amb la paperassa. D’acord?
- D’acord, d’acord – y Joanet, se volvió a colgar las llaves en el tablero de su oficina y, de mala gana, le devolvió el dinero a Águeda.
Así pues, Gerard y Águeda salieron del taller con todo el día por delante. Gerard le abrió la puerta de su Volkswagen Touareg color azul marino con acabados en cromado. Ella se sentó y se abrochó el cinturón de seguridad sin mediar palabra.
- ¿Dónde te apetece ir?
Águeda miraba hacia delante.
- Si quieres, podemos ir a las pistas de esquí, hoy no habrá mucha gente, podemos alquilar un trineo, es muy divertido, o si no…
- No sé qué es lo que buscas, Gerard, pero creo que no lo vas a encontrar en mí –pronunció de repente Águeda.
- No busco nada, sólo sé que estás aquí pasando unos días y yo puedo enseñarte el valle. Pasar un tiempo en compañía de gente diferente, no creo que sea malo. Quiero pasarlo bien y distraerme, como tú.
Águeda le miró a los ojos, intentó ver en ellos sus verdaderas intenciones pero no vio nada más que el mismo azul intenso y una sonrisa que parecía sincera.
- Dejemos que pase el día, a ver qué nos depara, no seas miedosa, en todo caso no haremos nada que no queramos los dos. ¿Vale?
Se agarró al cinturón de seguridad y respiró hondo, como si la atracción de la montaña rusa estuviera a punto de comenzar. Al soltar el aire dijo:
- Vamos a la estación de esquí.
No paró de hablar en todo el camino. Le contó sus últimos rescates, Águeda no había sido la única, su vida tranquila en el pueblo, sus aficiones, todas ellas muy saludables y deportistas, que estaba estudiando para ascender a caporal. Ella escuchaba, nada más, miraba el paisaje y de vez en cuando, observaba a su chófer. Desde luego era encantador, y lo peor de todo era que lo sabía y sacaba partido de sus armas. Era comprensible que tanto encanto no pudiera ser soportado por una novia formal, a no ser que fuera muy liberal.
- ¿Tienes novia, Gerard? –preguntó inquisitivamente.
- Ya te dije ayer que no, que tenía una en Barcelona pero al venir a la montaña dejamos la relación.
- Y aquí, en el pueblo, ¿no tienes alguna chica más o menos fija?
- Si te refieres a escarceos, tengo todos los que puedo. ¿Te importa mucho?
- No, es curiosidad, estoy especulando sobre ti. Supongo que si tuvieras novia no le gustaría que anduvieras ejerciendo de guía con la primera mujer que te encontraras, pero que si no tienes es porque no quieres. Ya sabes que eres un hombre muy atractivo.
- Vaya, gracias –dijo Gerard sorprendido de volver a oír su voz-. Pensaba que se te había olvidado hablar. Y ¿qué más cavilas sobre mí?
- De momento, nada más.
Mentía, él tampoco se lo creyó. Ella pensaba en cuantas mujeres habían sido víctimas de su galanura, si únicamente buscaba a las que estuvieran de paso, si es que evitaba relaciones duraderas o, simplemente, sólo quería aventuras de fin de semana como mucho. Creía que era un rollo más, lo que no entendía era qué había visto en ella, debía ser 12 años mayor que él y no se consideraba una belleza, tampoco tenía dinero. El hecho de estar desorientada, en un momento crítico, la convertía en una mujer vulnerable y de fácil acceso. Se avergonzó de sí misma.
- Sabes que estoy casada, ¿no?
- Claro, me lo dijiste ayer, y con tres niños. ¿Puedes olvidarte de tu familia y pasar un bonito día con un tío agradable que quiere pasarlo a tu lado?
- Lo intentaré.
- Vale.
No se dijeron nada más hasta que llegaron a las pistas. Una vez aparcaron, fueron a alquilar un trineo. Gerard le propuso esquiar, podían alquilar la ropa, calzado, esquíes, pero Águeda no sabía y, aunque Gerard fuera también un gran monitor, prefería dejar las clases para otra ocasión. El trineo iba a traerle recuerdos de su infancia, de cuando iba con sus padres y hermanos al pueblo de la abuela Benita en Navidades. Lo recordaba cubierto de nieve y era eso lo que más les gustaba, porque cogían un saco del almacén y se deslizaban calle abajo sobre el deleble transporte que siempre acababa dándose contra el mojón donde se ataban, antaño, los burros.
- Déjame ponerme delante –dijo Aguedita-, hace mucho que no subo en un trineo, y en uno tan moderno, nunca.
Transformada en una niña, se colocó delante y Gerard, asombrado por el éxito del trineo, detrás. Se lanzaron por la ladera más larga y menos concurrida que encontraron. Gerard, nada más comenzar el descenso, vio que Águeda no dirigía el trineo y pasó los brazos hacia delante para controlar la palanca. La impresión de caída y el calor de los brazos que la apretaban, la transportó a los brazos que la habían amado en su sueño y se dejó embargar por la sensación. Estaba excitadísima, como una niña tras tomar muchos dulces, hasta sus ojos habían rejuvenecido y no paraba de tirarse una y otra vez con el trineo, ni de reír sin ton ni son.
- Estoy agotado, Águeda, necesito un descanso. Además son la una y media, deberíamos ir a comer para reponer fuerzas.
- Bueno, vale. Ahora que lo dices, yo también tengo hambre. ¿Dónde podemos comer?
- Déjame llevarte a un sitio que sé que te gusta.
Águeda sonrió, cogió el trineo y lo arrastró hacia la tienda tan rápido como pudo.
- Tienes razón, sí que me gusta, me gusta mucho.
- Pues ya verás que se come aún mejor.
Gerard la había llevado al hotel donde Águeda había parado el día anterior, antes de que le dejara tirada el coche. Tuvieron suerte y pudieron sentarse en una mesa que daba al ventanal, desde donde la vista era estupenda. El camarero imberbe del día anterior les llevó la carta.
- Tú que eres el entendido, aconséjame qué puedo tomar.
Sin necesidad de pensarlo mucho, Gerard le señaló un par de platos con una pinta excelente.
- De primero ensalada con foie y queso de cabra y de segundo la lubina al horno. De postre, hay un apetitoso surtido de tartas.
- Vaya, veo que no es la primera vez que recomiendas la carta.
Gerard la miró reprobando su insistencia sobre el mismo tema.
- Tienes razón. Vale, te haré caso: la ensalada y la lubina. Para beber elige un tinto, el que tú quieras.
La comida resultó muy animada. Por fin Águeda había conseguido olvidarse de todo y disfrutar de la compañía, las vistas, la comida y el vino. Eran las cuatro y estaban saboreando el café y sendos cigarrillos.
- ¿Has visto qué hora es?
- Hace un rato que están esperando que nos levantemos –apuntó Gerard.
- Ni siquiera me había dado cuenta. Deberíamos irnos. Voy a pedir la cuenta.
- Tranquila, la pido yo. ¿Quieres otro “Cointreau”?
- No, ya he bebido bastante por hoy y por toda la semana. Déjame pagar, por haber sido mi guía.
- Ni hablar, sólo te faltaría eso para saber qué ibas a pensar de mí. Pago yo – cogió su cartera y dejo la Visa sobre la bandejita de plata que el camarero había posado en la mesa.
- A medias –insistió Águeda.
- No.
Firmó el recibo y se levantaron. Águeda se encontraba levitando en un palacio modernista con un príncipe que le conducía entre todas aquellas mesas vacías que se le cruzaban en el camino. Al llegar al hall del hotel, Gerard paró y se dio media vuelta. Cogió a Águeda de la cintura y la besó en la boca. Le sorprendió pero no podía decir que no lo deseara, no podía ni quería poner ningún impedimento. Degustó su lengua y sus labios que sabían agridulces, acarició su nuca y enredó los dedos entre su cabello rizado y dócil. Iba a perderse.
- ¿Quieres que subamos a una habitación? Si no quieres no lo volveré a repetir más –susurró en el oído de Águeda.
- Sí, quiero.
Tras coger la llave se dirigieron a la escalinata. Él se puso detrás de Águeda y le musitó:
- Sin prisas, despacio.
Cogió su mano y la puso sobre la balaustrada para dirigirla como lo había hecho en el trineo, solo que con la otra mano le iba acariciando las nalgas. Una vez en el primer piso, fue Gerard quien volvió a indicar el camino a seguir hasta la habitación 105 pues Águeda no quería utilizar su cerebro para nada más que para sentir el momento en toda su intensidad.
Abrazándola por detrás, abrió la puerta y entraron en la habitación que se encontraba en penumbra. Apartó el pelo de la nuca y comenzó a besarla suavemente, como había dicho. Levantó su jersey de angora y acarició el vientre, el ombligo y fue ascendiendo hasta sostener sus pechos con las manos, apretándolos, intentando abarcarlos. Soltó el sujetador y repitió la operación pellizcando los pezones. Alzó los brazos de Águeda, le sacó el jersey por la cabeza, desabrochó el pantalón, lo dejó caer al suelo y prosiguió su expedición hacía las bragas. Con una mano acariciaba su sexo y con la otra moldeaba las nalgas. Águeda se dejaba hacer, sólo respiraba ruidosamente, con dificultad y pronunciaba imperceptibles sonidos. Cuando a Gerard le pareció oportuno, la giró, la besó apasionadamente en la boca cayendo los dos sobre la cama. Y empezó un baile a ratos brusco, a momentos lento y cadencioso de un cuerpo sobre otro, realizando una improvisada coreografía con fondo de jadeos y alguna exclamación. Gerard la penetró dócilmente tras haber lamido su clítoris hasta el orgasmo; cuando los jadeos de Águeda fueron más acompasados, comenzó a moverse más rápida y violentamente, lo que la trasladó de nuevo a otro orgasmo mucho más estentóreo. Luego, Gerard se derramó dentro de ella mientras la besaba con fuerza, casi haciéndole daño, en la boca. Quedaron unos instantes uno sobre otro, mezclando los sudores en sus vientres, inhalando avariciosamente, recuperando las fuerzas invertidas en busca del placer. Él se dio la vuelta y cayó al lado de Águeda, acariciaba sus pechos con una mano mientras ella, perdida en su propio goce, hacía todo lo imposible por no tener que hacer nada más que respirar.
Se levantó, se puso las bragas y el jersey, encendió dos cigarrillos, acomodó la almohada, se sentó en la cama y le dio uno a Gerard.
- Gracias, normalmente no fumo, me estás viciando.
- ¿Cuándo supiste que iba a caer? –preguntó inquisitivamente Águeda.
Tras darle una larga calada al cigarrillo y taparse con el edredón, Gerard contestó:
- Cuando te llevábamos de vuelta al pueblo tras haber ido a rescatarte.
Jugueteó con el humo y después de un carraspeo, volvió a preguntar:
- ¿Tan claro lo viste? ¿Tanto se me notaba?
- ¿Qué quieres que se te note? Eres una mujer que viene sola a pasar unos días a un pueblo perdido de la mano de Dios. Está claro que escapas de algo, no sé de qué, aunque puedo imaginármelo. Yo también podría preguntarte ¿cómo sabías que iba a caer?
Águeda, sorprendida, no sabía qué responder a semejante pregunta.
- ¿Qué dices? ¿Cómo que cómo lo sabía? Yo no venía a esto, yo no buscaba nada –no acertaba a articular la frase ordenadamente-. Es cierto que escapo, pero no tenía nada planificado y por muy guapo que me parecieras yo no pensé que tú te fijaras en mí, vaya, quiero decir…
- Tú sí te fijaste en mí y te gusté desde el primer momento, sólo que si yo no me hubiera decidido, tú nunca lo hubieras iniciado. Los dos buscábamos esto, no le des más vueltas.
Dicho de este modo parecía bastante coherente e incluso daba la sensación de que era natural que hubiera sido así. Sí, o no, no lo tenía claro, había aún algo que le corroía el estómago y le impedía disfrutar de este intenso episodio.
- Pero ¿tan desesperada se me ve? ¿Tanta necesidad aparento?-no pudo dejar de ruborizarse mientras lo preguntaba.
Gerard se acercó a ella, le separó el pelo de la cara y le besó suavemente.
- Y yo ¿tengo pintas de necesitado?
- No, -contestó rápida-. Tú tienes pintas de…
- De gigoló ¿no es eso lo que ibas a decir?
- Sí –dijo cerrando los ojos.
- Ni yo soy un gigoló ni tú una desesperada-necesitada de un gigoló. Somos dos adultos que libremente hemos elegido acostarnos juntos porque nos gustamos. Eres una mujer hermosa, y eso fue lo que me atrajo de ti. ¿Qué te parece si lo contemplamos así?
Águeda sonrió, además de guapo y buen amante, era considerado y amable. Asintió con la cabeza y se acurrucó en su pecho. Hubiera deseado que el tiempo se parara en ese momento, que no hubiera un antes ni un después, sólo un eterno presente.
- Estoy casada con Paco desde hace 14 años; tengo 3 niños y mi marido me ha engañado durante todo mi matrimonio; estos dos últimos años, incluso, ha tenido una amante mantenida por él. Y hasta hace muy pocos días, no tenía ni idea, seguía pensando que era un buen marido, muy ocupado, sin tiempo para sus hijos ni para su mujer. Me estoy planteando el divorcio, él no lo quiere, dice que va a cambiar. Ya no lo creo, no puedo creerlo. Ahora lo odio por haberme engañado, menospreciado, humillado delante de nuestros amigos, por haberme tomado por ese refugio que siempre estaría a su disposición cuando todos los demás, mucho más apasionantes y divertidos, se acabaran o le dejaran, como ha sido el caso -lo dijo sin moverse y de un tirón, como si lo tuviera estudiado y esperara el momento idóneo para recitarlo-. Como bien has dicho, estoy escapando de mi realidad, estoy poniendo tierra y un poco de tiempo por medio para intentar tomar la mejor decisión sin que los sentimientos se interpongan, por una vez en mi vida quiero ser práctica, pensar en mí. Sólo me preocupan los niños, su reacción, cómo se tomarán la separación de sus padres. Esta es la única baza que le queda a mi marido, con la que va a jugar.
Gerard le acariciaba el pelo mientras ella contaba su historia, la escuchaba en silencio, era lo que ella necesitaba. Tardó unos minutos en contestarle en voz muy baja pero clara:
- Piensa en ti, Águeda, piensa en ti.
Águeda cerró los ojos y le pareció quedarse traspuesta en un nido de paz y silencio. El estridente sonido de su móvil la sobresaltó, le hizo incorporarse rápidamente y mirar el número de quien la llamaba, no sin cierto temor, como una niña que acaba de hacer una travesura y su madre la requiere en la cocina. Hizo un gesto a su joven amante y se fue al baño.
- ¡Hola, Sonia! ¿Cómo te va?… Bien, a mí muy bien, he de decir, y eso que ayer la cosa pintaba mal… No vas a adivinar dónde y con quién estoy… Hombre, no es Russell Crowe en París, pero es lo más parecido que he podido encontrar… Escucha, estoy con un mosso d’esquadra, un policía catalán, muchísimo más joven que yo, en una habitación de un hotel modernista rodeado de nieve… Sí…Que sí. Es guapísimo, considerado, galante y buen amante, hasta rima… Pues créetelo porque es verdad, casi no me lo creo ni yo pero así es. Ahora te estoy hablando desde el cuarto de baño y el está tendido en la cama desnudo… Sí, acabamos de hacerlo… Sí, sí, ya te daré detalles. Escucha un momento, necesito que me hagas un favor. Supongo que esta noche me llamará Paco. No quiero contestarle, así que apagaré el móvil. Llámales a casa para ver si los niños están bien y luego me envías un mensaje, ¿vale? Ya lo leeré más tarde. No tengo ganas de escuchar su voz… Sí, ya le haré fotos… Con pelos y señales, de acuerdo… Un beso, adiós, adiós.
Cerró el teléfono y lo dejó sobre el lavabo. Orgullosa, sí podía decirlo así, se sentía orgullosa de poder contar una libidinosa historia a su amiga, mucho más escabrosa de lo que nunca hubiera imaginado. Mientras orinaba repasó el día, todavía se sentía emocionada, pero podía afirmar sin duda alguna que había sido uno de los mejores de su vida y aún no había acabado. No sentía ni un ápice de remordimientos, por el contrario se encontraba exultante, joven. Se miró al espejo, lo que la desanimó: el rimel se le había corrido, no quedaba rastro del pintalabios y su melena estaba completamente descolocada. Se lavó la cara y las manos e intentó peinarse, adecentarse un poco. Volvió a mirarse y vio un brillo en sus ojos, ahora limpios, que sólo había observado en algunas fotos de hacía 15 años, sí, decididamente estaba más joven. Salió del baño y se encontró a Gerard que estaba vistiéndose.
- ¿Dónde vas? –le dijo Águeda quitándole la camisa de las manos.
- He pensado que podíamos ir a pasear, o a tomar algo al pueblo, son casi las siete…
- ¿Es que tienes prisa o es que te quieres escapar? –Águeda seguía arrebatándole la ropa de las manos.
Y volvió a comenzar otro baile, pero esta vez iba a ser ella la que dictara el paso, pues le bajó el pantalón y los calzoncillos y se dispuso a dirigir el trineo al agarrar decididamente el timón con una mirada lasciva.





IV
Un musculoso brazo apretaba su cintura contra una cadera varonil. Su culo se acoplaba perfectamente a la curva del cálido cuerpo que la retenía en la cama de una acogedora habitación. Sentía en el cuello su respiración de olor a menta y una brizna agria de verde limón; le tocó las manos, el poco vello que tenían les proporcionaba un tacto aterciopelado. Frotó los pies ávidamente contra los del otro cuerpo, como quien quiere sacar chispas friccionando dos piedras de sílex. Un ruido seco y repetitivo la incomodaba, no quería moverse de donde estaba, no quería salir de la cama, no tenía nada que hacer más que conservar el calor resguardada entre sábanas de franela celeste.
- Águeda, Águeda, despierta, te están llamando.
Abrió los ojos con dificultad, todavía estaba profundamente dormida. De forma borrosa, dilucidó a Gerard vistiéndose torpemente en la semioscuridad de la habitación de la posada. No había sido un sueño, esta vez no, esta vez la realidad había superado la ficción y con creces. Sonrió, mantuvo en su cara la sonrisa de satisfacción hasta que Gerard volvió a llamarla.
- Águeda, si us plau, que están llamando a la puerta.
Más penosamente que Gerard, acertó a ponerse el albornoz y a abrir la puerta.
- Es troba bé? Perdone que la moleste, pero es que su marido ha llamado varias veces desde ayer y como no la vi llegar a noche no pude decírselo antes. Això, ¿va a bajar a desayunar? Es que son casi las diez.
- Gracias, gracias; sí, sí en unos minutos. Gracias –contestó nerviosa.
Parecía haberle desaparecido el letargo porque en menos de dos segundos había encontrado el móvil y marcado el número de su marido.
- ¿Qué pasa?… Sí, ya sé que llamaste ayer. Es que se me acabó la batería y no me acordé de cargarlo. Pero ¿pasa algo?… Pues ya lo sabes, hoy a las tantas, llegaré a Madrid. ¿Para esto me llamas?… Me has asustado, joder… Bueno, ¿qué tal los niños?… Ya lo sé, están bien ¿no?… Vale, vale. Mira ahora no quiero hablar, ya nos vemos esta noche. Adiós… Adiós, Paco –y colgó cabreada.
- ¿Pasa algo?
- Nada, ganas de saber qué hago –y, sin poderlo reprimir, lanzó una estrepitosa carcajada al techo cayendo de espaldas sobre la cama.
- ¿De qué te ríes ahora? –preguntó pasmado Gerard.
- Si lo supiera, le daba un mal.
- ¿Quieres decir que no se lo imagina? Tanta insistencia en localizarte…
- No, no creo que se lo imagine. Estará harto de cuidar de los niños y tendrá prisa porque yo regrese para hacerme cargo de ellos. De todas formas, me da igual si se lo imagina, me lleva mucha ventaja, así que hasta que le empate, aún me quedan unas cuantas más.
- La Mercè te está esperando para desayunar, creo que no me ha visto –le comentó Gerard.
- Si lo dices por mí me da lo mismo. Respecto a ti, tú sabrás si te conviene que te vean más conmigo.
Como la tarde anterior, Gerard la abrazó por detrás y le habló bajito al oído.
- Sabes que estoy muy bien contigo y que no tengo porqué esconderme de nadie. Si quieres, desayunamos juntos.
Águeda se volvió y le besó el labio inferior. Sentía mucha dulzura por él, lo deseaba, también, pero ese tiempo ya pasó.
- No quiero producirte ningún problema, si quieres tomar un buen desayuno te invito aquí o en otra parte.
Bajaron a desayunar tarde, pero Mercè les sirvió el desayuno amablemente y sin ofrecer muestras de estar demasiado sorprendida o intrigada por la presencia de Gerard. Los dos se tomaron todo lo que Mercè había cocinado a pesar de haber cenado copiosamente.
La tarde anterior, tras liquidar la cuenta del hotel, que insistió en pagar ella, llegaron al pueblo sobre las diez y decidieron ir a cenar al bar de la Núria, “El mussol”.
- ¿Le has enseñado todo el valle? –le preguntó a Gerard.
- Todo, todo, no nos ha dado tiempo, ¿oi, Águeda?
Águeda quedó un poco sorprendida de su complicidad.
- Hemos ido a las pistas de esquí, son estupendas, aunque yo no sé esquiar, pero nos lo hemos pasado muy bien de todas formas –un pequeño rubor tintó sus mejillas.
- Me lo imagino –dijo Núria dirigiéndose hacia la cocina para preparar el pedido.
- Parece que te conoce bien –apuntó Águeda-. Supongo que en un pueblo pequeño todos se conocen y saben sobre las costumbres de cada uno.
Gerard no contestó, prefirió beber un largo trago de su jarra de cerveza.
Después de una tabla de patés y quesos de la comarca pidieron unas torrades amb escalivada i anxoves. Gerard pidió otra jarra de cerveza que, solícitamente, le sirvió Núria. Al ir a dejarla sobre la mesa, la camarera hizo un gesto un tanto artificial y derramó toda la jarra sobre los pantalones del mosso.
- ¡Oh! ¡Que ruca que sóc! Ho sento molt, noi, ara ho netejo –exclamó Núria muy poco apesadumbrada.
Un hombre que aparentaba más edad de la que debía tener, se acercó a la mesa secándose las manos en el delantal.
- No sé en què pensa aquesta muller meva, porta tot lo dia completament distreta. Dones… Ara te’n fico una altra, ho sento pels pantalons.
Mientras observaba al avejentado cocinero hablar con su mujer y cómo reaccionaba ésta, Águeda lo entendió todo.
-¿Te acuestas con Núria? – y tras unos segundos añadió: -O sea, te acuestas con ella y no tienes ningún reparo en venir a enseñarle tu presa trayéndome a cenar a su local.
- Pero ¿qué dices? Te estás imaginando cosas raras –replicó Gerard sin atreverse a mirarle a los ojos.
- Lo mínimo que esperaba de ti era un poco de sinceridad y consideración –dijo enfadada Águeda-.
- ¿Eso es lo que has venido a buscar aquí? Eso ¿o un buen polvo, reina?
Se le revolvieron las tripas, hubiera vomitado allí mismo toda la cena. Se levantó y salió del establecimiento. Estaba nevando, pero no hacía frío o tal vez fuera su acaloramiento. Recapacitó: no tenía porqué estar tan enfadada, ella no era nadie en aquel pueblo, se iría al día siguiente y no volvería a verlos más; no había sido culpable, no era consciente de las relaciones de los moradores de aquel pueblo, no tenía una relación con el mosso… Iba a cruzar la calle en dirección a la posada cuando le agarraron del brazo derecho.
- Águeda, espera un momento, por favor. Perdóname, he sido cruel e injusto. Las cosas están claras entre nosotros, es que estoy enfadado. Lo siento, no te vayas así.
Realmente indignada, se dirigió a Gerard.
- Y ¿la pobre Núria? Debe estar hecha polvo y, encima, me has convertido en tan culpable como tú.
- ¿Quieres dejar de hablar de la culpa? Maldita sea, todas tenéis sentimientos de culpa y ¿para qué os sirven? Para impediros vivir, sólo para eso, para nada más. Ella está casada con Lluís desde hace años, ya no le quiere, ya no hacen el amor y, de vez en cuando, nos acostamos. Ella, llena de sentimiento de culpa, dice que lo dejemos, que seamos sólo amigos. “Vale, como quieras”, le digo; pero espera que yo sufra, que no vaya con otras mujeres, que la contemple hasta que se quede viuda. Yo quiero vivir, disfrutar de la vida. No puedo negar que siento algo por ella pero no voy a esperar. Es ella la que ha de tomar una decisión ahora.
- Y ¿por eso la haces sufrir? Podíamos haber ido a otro sitio.
- ¿Por qué? Hemos quedado en ser amigos, no tengo que esconderme de nada, además me resultaría un tanto difícil esconderme en este pueblo.
Águeda vio en esos ojos azules unas lágrimas reprimidas. Nunca hubiera imaginado que un hombre joven y atractivo, capaz de ligarse a toda falda que se moviera, enamorado de una chica como Núria. Águeda, asimismo, admiraba su claridad de ideas y su energía para tomar decisiones apartando los sentimientos existentes; decidía según sus intereses, aunque le doliera y aunque pudiera hacer daño a otras personas.
- Me gustaría tener las ideas tan claras como tú, debe ser una ayuda a la hora de seguir adelante a pesar de los obstáculos –y cogió su cara entre las manos y le besó en la boca-. ¿Quieres venir a dormir conmigo a la posada? Bueno, ya sabes que Mercè es la madre de…
- Lo sé –la abrazó fuertemente-, necesito dormir abrazado a alguien.
Esta vez era él el niño. Y de la mano se fueron a “El Cau”.
La pasión había dejado paso al cariño, a la necesidad de sentirse cobijado bajo el calor de otro cuerpo; el fuego se había consumido y las brasas eran suficientes para atemperar, para resguardarse del frío que había dejado la nevada.





V
Después de desayunar subió a la habitación a hacer las maletas. En el pasillo se encontró con Mercè y le comunicó que le preparara la cuenta pues se iba esa misma mañana. El autobús salía a las doce y media y no le quedaba mucho tiempo, así que se duchó rápidamente y preparó los bultos sin vigilar cómo plegaba la ropa o cómo metía los voluminosos regalos. Miró la habitación antes de cerrar la puerta tras de sí, qué diferente era todo ahora, sólo habían pasado unas horas pero ya nada era igual. Se podía afirmar que se había dejado el miedo y las dudas en esa cama, la montaña había ejercido su misión protectora.
- Tenga – Águeda le dejaba a la posadera una generosa propina.
- Moltes gràcies, señora, pero no es necesario…-exclamó boquiabierta Mercè.
- Lo sé, pero me he encontrado muy a gusto en su casa, siempre recordaré este lugar. Me ha ayudado mucho venir aquí.
- Me n’alegro molt, senyora, li desitjo que tot li vagi bé.
- Gracias, Mercè, muchas gracias. Que vaya bien.
- Adéu-siau, que tingui bon viatge.
Había quedado con Gerard a las doce y cuarto en la parada del autobús. No podía decir que deseara que no estuviera, pero no le apetecía despedirse de él, prefería evitar el trámite del adiós. No tenían más que decirse, habían sido dos personas que se habían desnudado resguardados bajo su mutuo desconocimiento; dos extraños volcando su cuerpo y su alma en un saco del que ignoran su dueño. La seguridad de que no volverían a encontrarse, de que su tropiezo había supuesto un paréntesis en la vida de cada uno, una siesta a media tarde que recupera fuerzas para seguir lo que queda del camino, era suficiente protección para lanzarse a un abismo de confianza ciega. Estos dos días habían sido todo lo que podían vivir y sentir juntos, ya nada quedaba entre ellos por resolver.
Así que cuando fueron las doce y media, y el autobús encendía sus motores para partir, no le extraño que Gerard no se hubiera presentado.
- Es mejor así –exclamó en voz alta.
Buscó en el bolso su MP3 y se dispuso a oír la música que había encargado a Álvaro que le grabara, a modo de relajante para el duro viaje de regreso. Mientras Lucie Silvas le amenizaba los oídos, Águeda se despedía mentalmente del pueblo, de sus viejas casas y sus habitantes, con unas vidas tan intrincadas, complicadas y duras como las de los urbanitas. Sólo cambiaba un bello paisaje, una montaña magnífica que vigilaba todos los movimientos y que mostraba a los pobladores su poder para controlar sus insignificantes presencias. Ella lo sabía todo de todos, desde tiempos inmemoriales y así seguiría hasta el final, atesorando historias humanas, enredos pasionales que, a sus ojos, serían tan ridículos como los movimientos de una hormiga en un diminuto hormiguero.
El pueblo había quedado atrás, así como los tres días. Tenía que mentalizarse para retomar su vida, que ahora le parecía nueva, o por lo menos, diferente. Diferente no en circunstancias sino en la forma de entenderlas, en esto sí que era distinta. Había recuperado autoestima, confianza y fuerza para enfrentarse a la realidad, a lo que había sin florituras, sin anestesia. Habría que tomar decisiones drásticas y estaba preparada, no iba a dudar, afrontaría las consecuencias serena, dispuesta. Nunca podría decir que lo que sucedió en ese pueblecito fuera sólo sexo o unas mini vacaciones. Jamás pudo suponer que esa visita hubiera sido tan determinante en sus decisiones futuras. Cuando bajó mareada del autobús temió tener delante de ella unos días de intenso aburrimiento.
Unos pitidos le hacen abandonar sus pensamientos para devolverle a su asiento al lado de la ventanilla. Primero no logra localizar de dónde provienen, pero al mirar a través del cristal, ve un Volkswagen Touareg azul marino con acabados en cromado a la altura del autobús que toca el claxon insistentemente. Para verlo mejor se quita los auriculares y pega la cara contra el cristal. Únicamente consigue divisar una mano que le dice adiós y que luego desaparece dentro del coche, el cual adelanta a toda velocidad el bus y se pierde entre la niebla que invade la carretera.
Durante toda su vida, Águeda mantuvo en su mente la imagen del Volkswagen desapareciendo entre la niebla como una ilusión, como un fantasma que una vez la visitó.

© Anabel